Hoy queremos presentar este maravilloso relato de una viajera nos envio para compartir con nosotros las maravillas de Bolonia (o como se escribe en italiano, Bologna), ella es Cecilia Giffard Rodríguez, esposa de un gran amigo, José Roversi. ¡Que lo disfruten!!!.
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Aterrizamos en el aeropuerto “Guillermo Marconi”, de Bologna, con la expectativa de conocer una de las ciudades que han dado por llamar “postmodernas”. Una leyenda urbana afirma que el 60 % de su población no sólo no está casada; ni siquiera tiene una persona especial, alguna amistad diferente de los compañeros de trabajo o los parientes. Según esta noción, Bologna es una ciudad poblada, fundamentalmente, por solteros que dedican su tiempo y recursos a criar y mimar a sus perros. Otra de las leyendas es que Bologna es la ciudad en que mejor se come en Italia. Veremos que hay de cierto.
Un taxi nos lleva al que será nuestro hospedaje: la “Residenza Terzo Milenio”, de Borgo Panigale, a escasos diez minutos del centro de la ciudad. Un edificio absolutamente blanco y de aspecto funcional, a lo “Bauhaus”. Ni un “áttimo” de color. Ni un trozo de madera. Ni siquiera observo puertas que lleven a las escaleras. Sólo mármol blanco, vidrio y una fragancia que podría ser la de la ciencia ficción, si los géneros literarios olieran a algo. Un mes de alojamiento, incluyendo cocina equipada, internet y gimnasio cuesta ochocientos euros en habitación doble.
En la recepción de la residencia nos recibe un chico joven, asexuado como un ángel, con un corte de cabello que no sería capaz de describir exactamente. Finalmente nos da las tarjetas de nuestra habitación y nos acomodamos.
Al día siguiente, salimos a la avenida principal de Borgo Panigale, donde nos han dicho pasa el autobús de la línea trece que lleva al centro. Me alegro mucho al saber que los boletos sirven, en cualquier dirección, durante una hora. Veo a las personas que suben, con sus perritos en brazos, y pagan dos boletos. Si señor, los perros no solo toman el bus, sino que además pagan boleto.
Llegamos al centro, y una vez bajar del autobús, la sensación aplastante. Estás en una ciudad del “Renacimiento”. Allí es donde ocurrió aquello. La estatua del “Neptuno”, bellísima, inmensa, mira desde la altura y amenaza con su tridente. La catedral de San Petronio, inmensa también, en reconstrucción, y como tantas otras catedrales, medio vacía. Las dos torres, grandes y exquisitas, que te hacen preguntarte que tipo de tecnología conocían aquellas personas y porque ya no hacemos cosas así. Una derecha, la otra inclinada.
Aparentemente, los antiguos “bolognesi” fueron también avanzados en su tiempo. Para proteger a la población del rigor de los elementos, fueron construyendo una red de pórticos con diferentes motivos, colores y diseños, hasta alcanzar el asombroso total de 38 kilómetros, y esto sólo en el centro histórico. Así, puedes recorrer buena parte de la ciudad sin mojarte o soportar la nieve.
Pero estos pórticos no son sólo útiles. También están llenos de establecimientos interesantes, originales, dedicados a la gastronomía. Exponen sus pastas secas, frescas o rellenas como si fuesen joyas. La fragancia de tomate fresco, orégano y albahaca se apodera de ciertos pasajes. Empezamos a sentir hambre. Decidimos dar una vuelta y ojear los diferentes bares y restaurantes que nos ofrece el centro de Bologna. Desde platos sofisticados, cartas súper elaboradas y lugares que vieron la luz, por primera vez, hace dos siglos, hasta pequeños sitios como “Da Altero”, donde venden unos trozos de pizza baratos y riquísimos, aunque hay que hacer cola para comprarlos. Todo eso se puede encontrar, eso si, bajo uno misma premisa: exquisito y de buen gusto.
Una parada reveladora es la del mercado. No sé cuantas variedades de tomates, frutas y verduras; todos con aspecto de haber sido cosechados la misma mañana. Jamones y quesos de Parma. Pan fresco. ¡Delicioso!. Cuando ves la calidad de esos productos, el trato que le dan los vendedores (consintiéndolos como si fueran sus pequeños retoños), comienzas a entender por que la comida sabe tan bien en esta ciudad, que con justicia, se ha hecho un espacio propio en el turismo gastronómico mundial.
En el supermercado, es encantador ver al señor parado en su “stand”, impecablemente vestido de blanco, dando a probar trozos que corta directamente de una inmensa y dorada “porchetta”, es decir, lechón. Mas adelante, una señora da a probar tacitas de café “espresso”. Riquísimo. Lo mismo en los dulces, en los panes, en las bebidas.
Son muchos los lugares dignos de visitar en Bologna. En el centro hay una oficina de turismo, en la que te atienden con mucha amabilidad y puedes conseguir guías y panfletos turísticos. Además, Bologna está solo a dos horas de Rímini, de Venezia y de Firenze, para que tu experiencia en el norte de Italia sea aún mas completa.
Recuerdo una noche, caminando entre la niebla de Bologna. En la “Piazza Maggiore”, junto al “Neptuno”, un hombre tocaba un instrumento invisible, pero que sonaba como un violonchelo.
“¿Qué es?”- Le pregunté curiosa-. “Música láser”, respondió divertido. Así es Bologna, una ciudad, no sé si “postmoderna”, pero definitivamente original y en la que se come riquísimo. ¡No dejen de ir!
Un taxi nos lleva al que será nuestro hospedaje: la “Residenza Terzo Milenio”, de Borgo Panigale, a escasos diez minutos del centro de la ciudad. Un edificio absolutamente blanco y de aspecto funcional, a lo “Bauhaus”. Ni un “áttimo” de color. Ni un trozo de madera. Ni siquiera observo puertas que lleven a las escaleras. Sólo mármol blanco, vidrio y una fragancia que podría ser la de la ciencia ficción, si los géneros literarios olieran a algo. Un mes de alojamiento, incluyendo cocina equipada, internet y gimnasio cuesta ochocientos euros en habitación doble.
En la recepción de la residencia nos recibe un chico joven, asexuado como un ángel, con un corte de cabello que no sería capaz de describir exactamente. Finalmente nos da las tarjetas de nuestra habitación y nos acomodamos.
Al día siguiente, salimos a la avenida principal de Borgo Panigale, donde nos han dicho pasa el autobús de la línea trece que lleva al centro. Me alegro mucho al saber que los boletos sirven, en cualquier dirección, durante una hora. Veo a las personas que suben, con sus perritos en brazos, y pagan dos boletos. Si señor, los perros no solo toman el bus, sino que además pagan boleto.
Llegamos al centro, y una vez bajar del autobús, la sensación aplastante. Estás en una ciudad del “Renacimiento”. Allí es donde ocurrió aquello. La estatua del “Neptuno”, bellísima, inmensa, mira desde la altura y amenaza con su tridente. La catedral de San Petronio, inmensa también, en reconstrucción, y como tantas otras catedrales, medio vacía. Las dos torres, grandes y exquisitas, que te hacen preguntarte que tipo de tecnología conocían aquellas personas y porque ya no hacemos cosas así. Una derecha, la otra inclinada.
Aparentemente, los antiguos “bolognesi” fueron también avanzados en su tiempo. Para proteger a la población del rigor de los elementos, fueron construyendo una red de pórticos con diferentes motivos, colores y diseños, hasta alcanzar el asombroso total de 38 kilómetros, y esto sólo en el centro histórico. Así, puedes recorrer buena parte de la ciudad sin mojarte o soportar la nieve.
Pero estos pórticos no son sólo útiles. También están llenos de establecimientos interesantes, originales, dedicados a la gastronomía. Exponen sus pastas secas, frescas o rellenas como si fuesen joyas. La fragancia de tomate fresco, orégano y albahaca se apodera de ciertos pasajes. Empezamos a sentir hambre. Decidimos dar una vuelta y ojear los diferentes bares y restaurantes que nos ofrece el centro de Bologna. Desde platos sofisticados, cartas súper elaboradas y lugares que vieron la luz, por primera vez, hace dos siglos, hasta pequeños sitios como “Da Altero”, donde venden unos trozos de pizza baratos y riquísimos, aunque hay que hacer cola para comprarlos. Todo eso se puede encontrar, eso si, bajo uno misma premisa: exquisito y de buen gusto.
Una parada reveladora es la del mercado. No sé cuantas variedades de tomates, frutas y verduras; todos con aspecto de haber sido cosechados la misma mañana. Jamones y quesos de Parma. Pan fresco. ¡Delicioso!. Cuando ves la calidad de esos productos, el trato que le dan los vendedores (consintiéndolos como si fueran sus pequeños retoños), comienzas a entender por que la comida sabe tan bien en esta ciudad, que con justicia, se ha hecho un espacio propio en el turismo gastronómico mundial.
En el supermercado, es encantador ver al señor parado en su “stand”, impecablemente vestido de blanco, dando a probar trozos que corta directamente de una inmensa y dorada “porchetta”, es decir, lechón. Mas adelante, una señora da a probar tacitas de café “espresso”. Riquísimo. Lo mismo en los dulces, en los panes, en las bebidas.
Son muchos los lugares dignos de visitar en Bologna. En el centro hay una oficina de turismo, en la que te atienden con mucha amabilidad y puedes conseguir guías y panfletos turísticos. Además, Bologna está solo a dos horas de Rímini, de Venezia y de Firenze, para que tu experiencia en el norte de Italia sea aún mas completa.
Recuerdo una noche, caminando entre la niebla de Bologna. En la “Piazza Maggiore”, junto al “Neptuno”, un hombre tocaba un instrumento invisible, pero que sonaba como un violonchelo.
“¿Qué es?”- Le pregunté curiosa-. “Música láser”, respondió divertido. Así es Bologna, una ciudad, no sé si “postmoderna”, pero definitivamente original y en la que se come riquísimo. ¡No dejen de ir!
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Texto de Cecilia Giffard Rodríguez.
Fotografías de: 1. Plaza Mayor de Bologna. http://www.losmejoresdestinos.com/
2. Las dos Torres de Bologna (La torre Garisenda y la torre Asinelli)
3. El Neptuno. http://www.hotelcorticella.com/.